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Esperanza Castro

Expresión emocional en movimiento

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SIEMPRE HAY ALGO QUE CELEBRAR

2 noviembre 2021 Por Esperanza 2 Comments

Verdaderamente, siempre hay algo que celebrar, si nos lo proponemos.

Estoy muy contenta porque esta semana voy a cumplir un sueño: impartir mi primer taller de escritura creativa.

Y entre este revoltijo de emociones que estoy sintiendo, muchos recuerdos se me están apareciendo al doblar las esquinas a cada minuto del día.

Pero hoy me ha asaltado uno muy especial: el día que recibí la noticia de haber ganado un concurso de una editorial argentina. Sí, la Editorial de Los Cuatro Vientos consideró mi relato «Piel de Papaya» tan bueno como para que se le otorgara el primer premio, allá por 2013. Y en ese punto comenzó una bonita aventura que fue el recopilar una colección de relatos para ser publicados en un solo ejemplar (nada menos que 500 unidades).

Tengo varios relatos en diferentes antologías publicados por organizaciones públicas y privadas de España, pero he de decir que esta editada en Argentina es la que más alegrías me ha dado.

Por eso, porque estoy conectada con esos recuerdos, porque la ilusión por este estreno (el taller se llama «Luciérnagas en otoño») me tiene entre inquieta y feliz, es por lo que hoy os quiero compartir este texto.

Destacar que las ilustraciones maravillosas las realizó exclusivas para él mi querida amiga Silvia Sanz.

PIEL DE PAPAYA

Trato de controlar mi pulso mientras escribo sobre el documento. Se lo alargo con calma al guardia fronterizo que examina con lupa los hologramas impresos en los pasaportes de todos los que viajamos en ese tren.

Desde que el país transalpino ha implantado nuevas medidas para evitar la inmigración ilegal, informar sobre tu destino, el motivo de tu visita y la duración de la misma, son parte de los requisitos para la entrada. Trámite que siempre viene acompañado de un aburrido interrogatorio donde te preguntan machaconamente las mismas cosas que ya has escrito:

–  ¿Motivo de su visita?

– Turismo –contesto lacónica con mi “sonrisa de Mona Lisa”, ni exageradamente feliz ni seria, para no llamar la atención por los extremos.

Descubro a través de la ventanilla la catedral iluminada que, una vez más, parece saludarme desde la orilla del lago. Siento una profunda sensación de calma al saberme en un sitio tan familiar. Me distrae por unos instantes de la angustia que atenaza mi pecho desde que recibí su llamada.

Sabía de la enfermedad de Damián y del implacable control que la mantenía a raya durante los últimos once años. Ésta fue la razón que le había llevado a emigrar a Centroeuropa, pero su súbito empeoramiento propiciaba esta vez una alarma más preocupante que las anteriores.

La posibilidad de la muerte de mi maestro me parece inverosímil. No quiero ni tan siquiera llegar a considerarla. El mundo desaparecería para mí en el mismo instante en que su vida se extinguiera.

Me apeo del tren. El lago muestra su cara más melancólica entre la niebla que se ha posado con la caída de la tarde. Las pequeñas luces de las viviendas que lo circundan parecen un aro de fuego en espectáculo circense.

Son pocos los pasos que me separan de la pequeña casa con tejado de madera y paredes pintadas en color terracota y, sin embargo, se me hacen interminables.

Es una casa extravagante. No por ella en sí misma, que obedece a la arquitectura común de la zona, sino por el extraño y majestuoso invernadero que se encuentra anexo.

El capricho de Damián, su sueño de emigrante en tierras lejanas, es una edificación de estilo modernista. Él mismo la mandó construir en hierro forjado, pintado de verde por fuera, por dentro blanco. Su estructura es liviana, altiva, y contrasta tan fuertemente con el entorno, que se ha convertido en el símbolo de la pequeña localidad.

Sabedor de que su extraña enfermedad sólo podría ser tratada en este país, tomó la determinación de establecerse aquí. A los pocos meses y pese a que la casa era del todo confortable y encantadora, se obsesionó con la idea de rodearse de sus olores más familiares, los olores del Caribe. Fue entonces cuando decidió la construcción del invernadero.

No fue fácil. Primero tuvo que encontrar el arquitecto que plasmara la idea que se formaba en su mente como una nebulosa, en el estilo de principios de siglo que siempre le había cautivado. Más tarde, llevar a cabo el proyecto de ingeniería que dotara a aquel espacio de la temperatura y el grado de humedad relativa idóneos, valiéndose de las últimas tecnologías.

Hoy es un vergel tropical en medio de los Alpes y, a través de su cristalera, se puede ver cómo crecen la palma real, el aguacate, los hibiscos y medio centenar de especies que Damián me mandó traerle desde allí.

Utilizo el llamador de la puerta y oigo su voz que, con energía, me invita a pasar. Me siento con fuerzas renovadas y entro como una exhalación en su casa.

No me extraño de que no salga a mi encuentro. Con ese gesto me transmite el mensaje de saber que éste es también mi hogar. Es cierto, sé dónde está: desabrigado al calor de su invernadero.

– ¡Damián! – me arrodillo, lo abrazo.

No puedo pronunciar otra palabra al ver su consumido cuerpo derrotado en aquella silla de mimbre. Tiene la cara cerúlea, los ojos cansados y una profunda tristeza que él trata inútilmente de ocultar.

Mas, sin embargo, en esencia nada ha cambiado. Le hallo rodeado de sus óleos, sus pinceles, sus lienzos, pintando una y otra vez las plantas de su tierra.

Me siento a su lado con la urgencia de saber cómo está, qué le han dicho los médicos. Pero él se me adelanta con una torrentera de preguntas sobre su gente, mi familia, amigos comunes, cotilleos que le avivan la mirada y le hacen olvidar, durante un instante, su terrible enfermedad.

Conversamos sobre pintura. Le pregunto qué está haciendo ahora y me habla de la captación de la luz, de su afán por atrapar el tiempo, de un cuadro eterno con un solo tema como asunto: su mata de papaya.

Hace meses que mima este árbol como si fuera su última misión en esta vida. Se ha obsesionado de tal forma, que comenzó pintando el primer brote y, día tras día, va corrigiendo su obra. Y me cuenta que, si algún día un estudioso fuera capaz de radiografiar el cuadro, se encontraría con un perfecto estudio botánico sobre el crecimiento, como si infinitas fotografías de la misma planta hubiesen sido superpuestas.

Los cuadros se amontonan: el banano aquí, los mangos allá, la palma real. No puedo confirmar lo que describe. Todos los cuadros me muestran la misma imagen: árboles adultos, frutos hermosos, flores fragantes.

Por fin, me acerco a su último trabajo.  Y observo con alegría un cuadro realista, vivo, donde las frutas que allí se presentan están pidiendo ser recolectadas, exactamente igual que aquellas otras que brillan en el mismo centro geométrico de la hermosa estructura de hierro.

Me vuelvo hacia Damián embriagada todavía por la visión. Lo encuentro con la mirada fija, alargando hacia mí un documento que sujeta fuertemente con la mano izquierda.

– Mi sueño último –me dice-. Y no admito negativas, corazón.

«Corazón –pienso-, nadie en el mundo me llama corazón como él, con esa suave ese en la que convierte la zeta y la insultante sonoridad de la ene final.»

Sabe que esa manera de nombrarme es una forma de desarmar la última coraza que me queda.

Con los ojos ahogados, alargo la mano y rozo la suya antes de recoger el escrito que me ofrece. Cuando lo despliego, un reguero surca ya mis mejillas y comienzo a leer lo que antes de abrir adivinaba.

Me lo deja todo, sus pequeños, sus grandes tesoros. Y aquel palacio de cristal.

– ¿Por qué?

– Porque eres lo más importante para mí. Porque sé que eres la única capaz de entender éste, mi mundo de locura. Porque me da la gana.

Lo abrazo y lo beso y siento que le traspaso mis fuerzas a través de aquel gesto. Él, que me había dado, me daba, que me daría tanto.

Y sólo en ese instante es cuando se me muestra realmente. Y se me aparece un anciano moribundo y cansado. Cansado de recorrer un doloroso camino.

***

Amanece en el lago y un rayo incide sobre mi cara a través de la vegetación que cubre el interior del invernadero. Dormida a sus pies me he quedado. Siento mis piernas anquilosadas y, cuando me incorporo, poso una mano sobre la suya. Observo en su cara una plácida sonrisa.

No puedo evitar la tentación. Me acerco a su papaya y, dándole la vuelta a un pincel, raspo con suavidad la verde piel del fruto.

El óleo, aún fresco, me descubre su carne jugosa y anaranjada.

 

Texto: Esperanza Castro

Ilustraciones: Silvia Sanz

Filed Under: Sin categoría

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Comments

  1. Alicia says

    2 noviembre 2021 at 15:54

    Bellísimo. Tan simple, tan vitalmente plasmado, que es como si conociera ese espacio lleno de luz, ternura, encuentro y despedida.
    Gracias.

    Responder
    • Esperanza says

      2 noviembre 2021 at 17:06

      Muchas gracias, Alicia.
      Un besazo.

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