Ya llegaba tarde.
Subía en el ascensor del rascacielos mirándose en el espejo.
—Antes de entrar paso por el baño —se dijo—. Se me ha corrido el rímel con el calor. Estoy espantosa.
Una vez la pestaña bien colocada revisó su atuendo. Para su disgusto notó que se le marcaban levemente las bragas por debajo de la falda. La Navidad había hecho estragos.
—Nada, actitud y palante —se repitió al tiempo que, por fin, entraba en el comedor.
Al fondo, en una mesa redonda más que generosa, estaban los tres.
Hablaban en un tono bastante alto, como queriendo imponer cada uno su opinión sobre vaya usted a saber qué. Siempre estaban igual. En eso no habían cambiado nada.
Pese a la pereza que le causaban, sonrío y saludó a cierta distancia.
Isabel desvió la mirada y le hizo un escáner descarado. Seguro que reparó en sus bragas pues torció el gesto, pero enseguida lució la más hipócrita de sus sonrisas.
Los otros, al ver a Isabel, giraron su cabeza y descubrieron a la recién llegada. Sin embargo, ellos no destilaron ningún veneno.
Besos para todos y disculpas por su tardanza.
No les costó demasiado ponerse de acuerdo: dos primeros para compartir (ensalada de la tan popular burrata y las típicas croquetas) y un segundo para cada uno.
Ella preguntó si había interrumpido alguna conversación. Todos contestaron “no” al unísono, por lo que dedujo que estaban hablando de ella.
—¡Cabrones! —rumió.
Y pasó a preguntarles qué estaban haciendo, a qué dedicaban su vida. Hacía tanto que no se veían.
Y ahí empezaron a contar: Juan había ascendido a director de departamento. Lo expresaba como si no fuera gran cosa, pero su lenguaje corporal lo contradecía.
Mario se lamentaba por no ser considerado por su jefe: “Me trata como a un felpudo”, y se lio a contar todo tipo de anécdotas para argumentar su tesis. Ella, aguantando las carcajadas que le sobrevenían, estaba secretamente de acuerdo con el jefe. Pero otorgó con su silencio.
Isabel presumía ser, al contrario que Mario, la niña bonita de su jefa. Y ya está, no añadió nada más. Enseguida dio paso a una letanía de hombres que la pretendían y a los que rechazaba.
Los nombres, altura, peso, profesión y algún que otro detalle de los encuentros sexuales iban en paralelo a la procesión de botellas de vino. Necesitaban narcotizarse para poder soportar aquello.
Cuando llegaron los postres callaron.
Ella sintió que la reunión no daba para más.
Todos sacaron sus móviles y casi a la vez musitaron que se debían marchar.
No les creyó. Ella tampoco tenía nada que hacer.
En el taxi de vuelta se preguntó una y otra vez por qué seguía quedando con ellos. Ni le interesaban sus vidas ni a ellos les interesaba la suya.
Fue cuando se dio cuenta de que nadie, ninguno de los otros tres, le había preguntado absolutamente nada.
No le importó.
Texto: Esperanza Castro
Imagen: StockSnap (Pixabay)
Gracias por este relato.
A ti siempre, Carmen.
¡Me gustaaaaa!
Me alegroooo, Eva
¡Genial!
Muchísimas gracias.
¡Me ha gustado el relato! Buenas noches.
Me alegro mucho, Inmaculada.
Me encantó tu relato.. un final muy inesperado.. y q me identifica mucho jaja
Me alegro mucho, Luis. No hay nada más gratificante para mí que un lector se identifique con lo que he escrito. Un beso.