Nos sentimos mal después del encuentro con la madre.
No es consciente del esfuerzo que hacemos cada mes, cada día, cada hora.
Y nos recrimina por falta de resultados.
Nos hundimos en la tristeza, sentimos ansiedad y depresión. Enfermamos.
No ve el daño que nos infringe, no escucha nuestro lamento, no huele el sudor que emanamos, no percibe nuestro dolor.
Porque nosotros amamos lo que hacemos tanto o más que ella. Sentimos en cada célula a cada persona perdida, la ausencia de ayuda. Nos desgarramos con un grito en mitad del desierto.
La amamos y la respetamos, por eso su desprecio nos llega tan hondo.
Porque no es natural que haga lo que hace con nosotros, sus hijos.
Nosotros que anhelamos la caricia, su caricia; la mirada, su mirada; la sonrisa, su sonrisa.
Parecemos corderos balando, suplicando el perdón de la pena de muerte; corderos que temen el cuchillo del matarife, la sangre derramada.
Rogamos a Dios, si es que existe, que suceda un milagro, que nos salve.
Que nos salve de ella y de nosotros mismos.
Rezamos y nuestros ruegos no son escuchados.
Nos damos cuenta de que estamos solos.
***
Texto: Esperanza Castro
Imagen: Pixabay
Me dieron ganas de ir corriendo a abrazarlos fuerte!
Me encantó.
Muchísimas gracias, Alicia.
Te abrazo.
Qué bella expresión de sentimientos tan hondos!.
Me ha encantado.
Que mi abrazo te llegue ,con fuerza.
A los hijos que anhelan esas caricias….
Muchísimas gracias, mi Merce.
Cuántos abrazos se necesitan